2: ¡Vete!

Caminaba de un lado hacia el otro, no quería que Renata se muriera. Pero había perdido demasiada sangre y esto me daba miedo, si por culpa de esos bastardos a ella le pasaba algo, les iba a hacer arder en el infierno sin siquiera pensarlo…

No… El infierno les iba a saber a gloria en comparación con lo que yo pensaba hacerles.

Habían tocado a la única luz que le dio descanso a mi sufrimiento, tocaron al ángel que le dio paz a mi oscuridad, ahora me iba a tocar a mí, mostrarles al demonio que les iba a arrebatar su vida. Al final siempre iba a ser el villano, aquel que disfrutará hacer arder al mundo si le tocaban un solo cabello a Renata.

—Muchacho —el doctor salió del quirófano con sangre en las manos —, tengo una buena y una mala noticia.

—Deme la buena, necesito escuchar algo bueno en medio de tanta desgracia.

—La buena es que Renata pudo salir bien de la cirugía. La mala es que la bala dañó su matriz y un ovario; tuvimos que extirpar el último porque no había nada que pudiera hacer para salvarlo. Es muy probable que ella no pueda ser madre.

—Pero doctor, la bala le ha dado en un costado, no cerca de su vientre.

—Muchacho, las balas tienden a desviarse y este fue el caso. Realmente lamento que las cosas terminaran así.

Era consciente de que Renata deseaba ser madre con todas sus fuerzas, esta noticia la iba a destrozar por completo y lo peor es que esto era mi culpa.

—Una vez que despierte, le diré sus pronósticos —el doctor habló con voz solemne —. En estos momentos pienso llevarla a un cuarto para que descanse.

—No, yo seré quien le diga lo que pasa. Ella merece saber por mi boca lo que le ha sucedido.

—Está bien, pero espero que comprendas que al ser una herida de bala tengo que darle aviso a la policía, es parte del protocolo.

—Por favor, no hagas eso, doctor. Entiende que las cosas no se van a resolver con eso, todo es un poco más amplio de lo que crees.

—Lo siento, muchacho, pero le hablaré a la policía una vez que mi paciente despierte para que dé su declaración. Es lo más que puedo hacer por ti.

Si la policía se daba cuenta de lo que realmente había pasado, estaría en serios problemas. Todavía no tenía el poder para evitar caer en la prisión y no debía irme a ese sitio, Renata me necesitaba.

La trasladaron a una habitación compartida, ella se miraba débil. Su respiración era pausada y en mi mente no dejaba de preguntarme la manera en que le iba a decir que era estéril, que no podía tener hijos.

Había perdido la cuenta de todas las veces que me había dicho eso, hablamos tanto de tener hijos que incluso me hice a la idea y me daba mucha ilusión saber que Renata quería formar una familia a mi lado. Pero ahora las cosas eran diferentes y me culpaba por ello, solo atraigo las desgracias.

—Luziano —la voz de Renata me sacó de mis pensamientos, esta era débil, pero lo suficientemente fuerte para escucharla —¿En dónde estás?

—Aquí me encuentro, cariño —me acerqué a ella y tomé su mano —¿Cómo te sientes?

—Bien, un poco mareada, pero nada grave. ¿Qué ha pasado? Solo recuerdo que tenía un dolor en el costado y mucha sangre, luego tú me cargaste y de ahí todo se desvaneció.

—Te han disparado, hay noticias que no son buenas. Y te pido perdón por esto, en serio que sí, nunca debí arrastrarte conmigo y debí dejarte ir.

—Tú no me hiciste nada malo, no fue tu mano la que me disparó. Ahora dime qué es lo que sucedió, ¿Cuál es la mala noticia?

—Me vas a odiar cuando te diga lo que paso, pero no te culpo, incluso yo me estoy odiando en estos momentos.

—No te voy a odiar, en mi corazón lo único que hay para ti es amor. Ahora por favor te pido que no te odies y que me digas que fue lo que pasó.

—La bala se desvió… Y… Y… Y te dejó esteril, no podrás tener hijos nunca.

Silencio… Pero no era necesario que dijera algo, sus ojos que habían sido tan expresivos me dieron la respuesta que tanto necesitaba y en el momento en que la miré llorar, sentí como si el demonio que ella misma había encadenado, fuera liberado.

—Tengo que irme —me levanté de la silla y le di un beso en la frente a Renata —tengo cosas que hacer.

—Espera un momento —ella me intentó detener, pero yo la evadí —¡Detente, Luziano! no hagas una locura.

Pero sus gritos y súplicas solo sirvieron para que las enfermeras llegaran a ponerle un sedante, era lo mejor que podían hacer en estos momentos. Al final me daría tiempo para hacer lo que tenía que hacer.

Llegué a mi escondite, ahí tenía las armas que iba a necesitar. Sabía quién andaba detrás de mí, conocía a mis enemigos perfectamente, pero ellos no eran conscientes de lo que era capaz de hacer si acaso le llegaban a tocar un solo mechón de cabello.

Ellos habían desatado aquello que ella detenía con su sonrisa y fue en el momento en que la vi llorar, una sola lágrima suya era suficiente para desatar a todos los demonios que Renata había capturado con su sonrisa.

Las armas que mi cuerpo cargaba dejaban en evidencia la maldita guerra que iba a desatar. Iban a conocer el motivo por el cuál mis demonios me temían y se iban a arrepentir por haber hecho llorar a Renata.

No me tomó mucho tiempo dar con el nido de ratas de Mancini, sus hombres al verme tomaron sus armas. Pero no pudieron con la velocidad que contaba, uno a uno fui viendo cómo sus cuerpos se desplomaban sin ningún problema, todo el que se ponía delante de mí, terminaba por quedar en el suelo.

—¡Mancini! —Vociferé en cuanto entré a la casa —¡Da la cara, maldita rata de alcantarilla!

Más hombres salieron a los lados, sin ningún problema tomé una granada. Los pedazos del suelo de la mansión se alzaron y con ello había una nube de polvo que me ayudó a matar uno a uno a los que habían quedado vivos.

Miré a Mancini correr por la parte superior de su propiedad, sin pensarlo mucho lo seguí. Los hombres que lo protegían fueron siendo aniquilados uno a uno, al final aquel hombre barrigón terminó en una esquina como la rata que era.

—No me mates —levantó sus manos con nerviosismo —por favor no hagas esto, estoy desarmado.

—Renata también lo estaba y eso no detuvo a tus hombres de dispararle, ¿Por qué he de tener misericordia contigo?

—Dime si hay algo que pueda hacer para remediar el daño —él temblaba de pies a cabeza —te daré dinero, todo el que quieras.

—El dinero no va a regresarle a ella su fertilidad, maldita basura —puse mi pistola en medio de las cejas de Mancini, así que le quité el seguro —mándale saludos al diablo de mi parte.

Y sin mediar más palabra le disparé entre ceja y ceja, pude ver como su cuerpo se caía como un tronco. Un grasoso y grueso tronco, mientras sus ojos se encontraban abiertos de par en par viendo con horror. Me encontraba cubierto de sangre, pero esto no me importaba, sabía bien que había hecho justicia por lo sucedido, porque si no hacía esto, nadie lo iba a hacer, este cebo era poderoso y compraría a la policía con facilidad, además de eso, nuestro mundo se regía por otras leyes y no había violado ningún mandamiento.

—¡¿Quién eres?! —Alcé mi pistola al ver la silueta de un hombre —¡Te exijo que te identifiques!

—Calma, muchacho —la voz de un hombre algo mayor resonó en mis oídos —¿Quién eres y con quiénes estás?

Cuando aquella silueta se acercó a mí, pude reconocer a aquel hombre. Salvatore Greco, uno de los mafiosos más conocidos del sur de Italia.

—Responde mis preguntas, muchacho.

—Soy Luziano Ferruccio Falcone y me encuentro solo.

—¿En serio esperas que crea que has hecho este infierno tú solo? Es imposible enfrentarse a los hombres de Mancini por tu cuenta.

—Para lo que tenía que hacer, no necesitaba un ejército. Era suficiente con una lágrima para que la rabia surgiera por sí misma.

—¿Madre, hermana o novia?

—Ninguna de las tres —guardé mi arma y comencé a caminar con lentitud —es el ángel que metió mis demonios en lo más profundo del averno, el único rayo de luz que tengo y a quien debo toda mi fidelidad, incluso mi alma si es que acaso la tengo.

—Me agradas, muchacho —él me detuvo —¿Quieres pertenecer a la mia famiglia?

—No, no me interesa —me solté de su agarre —en estos momentos lo único que me importa es ella.

Salí de aquella propiedad con el corazón apenas palpitando, no me arrepentía de lo que había hecho y estoy seguro que volvería a hacerlo de ser necesario. El aire de la noche acariciaba mi rostro manchado de sangre, todo en mí estaba cubierto por aquel líquido rojizo que pertenecía a otras personas.

Conduje hasta el hospital, pensaba en Renata y en lo que había pasado, al menos me quedaba la satisfacción de que le había hecho justicia, Mancini ya ardía en el infierno y eso era suficiente para mí. Pronto las luces blancas surgieron y suspiré con cansancio.

Aparqué de cualquier manera y me apresuré hacia la entrada principal. Entonces la vi.

Renata estaba allí, sola, envuelta en la penumbra, como si el mundo a su alrededor hubiera dejado de moverse. Tenía los brazos cruzados con fuerza, y una de sus manos descansaba con firmeza sobre el pecho, justo sobre el corazón, como si intentara calmar una tormenta que solo ella podía sentir.

Me acerqué, con pasos tensos, casi temiendo que su figura fuera un espejismo.

—Renata… —mi voz salió ronca, rasgada por el vértigo— ¿Qué haces aquí? ¿Estás bien?

Ella alzó la mirada. Sus ojos, enrojecidos por el llanto, buscaron los míos con urgencia, con amor, con miedo. Su voz tembló al hablar, pero no dudó.

—Te estaba esperando. La policía va a llegar en cualquier momento —susurró, como si el simple hecho de nombrarlos pudiera invocarlos—. No quiero que te vean aquí. Tienes que irte. Ahora.

—¿Qué estás diciendo? No puedo dejarte sola en esto.

—Por favor… —dio un paso hacia mí, apretando aún más la mano contra su pecho—. No discutas. Si te atrapan, no habrá vuelta atrás. No arriesgues todo por estar aquí. Cuando sea seguro, te voy a buscar. Te lo prometo.

Me quedé ahí, con la garganta cerrada por mil palabras que no sabía cómo decir. El mundo alrededor se desvanecía, como si todo lo importante se redujera a la mirada suplicante de Renata y al eco de su promesa resonando en mis entrañas.

—¡Vete de una vez! No me sirves en prisión, entiende eso, por una bendita vez.

Pero ya era demasiado tarde, la policía se encontraba llegando. Ellos en cuanto me vieron no dudaron en apuntar en mi dirección y no era para menos, estaba cubierto de sangre de pies a cabeza… Me temía que muy pronto mi propia sangre acompañaría a la de los hombres de Mancini…

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